Llevábamos apenas unos diez días encerrados en casa por orden del Gobierno, el famoso COVID había aterrizado a Colombia y nosotros intentábamos entender porqué el fin del mundo estaba sucediéndonos dentro de cuatro paredes. Le pedí entonces a mis alumnos de los talleres de escritura creativa que escribieran, en forma de diario, sobre sus primeros días de encierro. Quería conocer sus rutinas, sus pensamientos, su manera de ver este nuevo mundo. Recibí más de 130 escritos y aquí está la muestra de los diez que más nos gustaron.
La selección y curaduría la realicé junto al genial Andrés Vélez, estudiante de Literatura de Eafit y exalumno de El Consultorio Literario.
¿Por qué elegimos estos diez escritos? Algunos porque son chistosos, otros porque son profundos, algunos tienen una puntuación deliciosa y otros son tan espontáneos que se sienten como sentarse a escuchar una conversación. Algunos hablan de la realidad desde otra perspectiva, como la de un gato o la de un personaje ficticio, y otros son tan reales que duelen.
1. Representamos para el viento una hoja de papel…
…para las olas del mar, una minúscula embarcación en constante peligro de ser derribada. Entonces ¿con qué argumentos hemos moldeado los seres humanos la falaz idea de creernos superiores? La jerarquía bien podría provenir de la consciencia que se nos ha otorgado al nacer, pero esta teoría se queda en el plano de lo dubitativo, pues no hemos entendido cómo debemos administrarla y hemos hecho de esta un artilugio de desastres cotidianos. La naturaleza, al unísono, nos está llevando frente a un espejo en el que queda al descubierto nuestra condición inerme. Somos frágiles y en los momentos de soledad es cuando más saboreamos esta debilidad. Somos frágiles cuando sucumbimos al vicio del que pugnamos escapar; cuando el rugido del Universo hace más eco que nuestra voz; cuando nuestros oídos no soportan; cuando nuestros ojos deben cerrarse para escapar. Pero sobretodo somos frágiles cuando entendemos que, aunque la muerte hace parte de la vida, la naturaleza se convierte en juez de la misma. Finalmente, estos días anormales, nos han concedido a todos una empatía impuesta, pero empatía al fin y al cabo.
Indira Mora (Medellín)
2. It’s corona time.
Ja,ja, no. Ya en serio. Hoy es mi décimo día sin poner pie fuera del apartamento. Son oficialmente diez días desde que no me toca toparme con la vecina que nos aborrece en el ascensor para hablar sobre la nubosidad del día. Agradezco que esto haya sucedido en pleno siglo XXI, ¡gracias a las redes sociales todos estamos conectados! Incluso esa vecina que te mencione, se comunica con nosotros por medio de su techo. Le da escobazos que traducen “dejen la bulla”. Todos felices 🙂
Esta es mi primera cuarentena. Así como en los memes, me veo en unos 50 años contándole a mis nietos como, mientras la pandemia se propagaba, algunos luchaban en Woolworths por papel higiénico. Ah y, encuentro cierta satisfacción en observar de lejos el comportamiento de los extrovertidos durante estos tiempos. Todavía no descifro qué gracia le ven a etiquetarse y publicar zanahorias en sus historias.
Te confieso algo que nadie ha escuchado de mí aún…he disfrutado de este tiempo. Cada día lo veo como una oportunidad para aprender cosas nuevas y mejorar como persona. He llegado a la conclusión de que hay algo mágico en vivir rodeado por caos. Diario, la convivencia no es fácil. Un día estamos ayudando todos con “la loza, la barrida y la trapeada” de la casa en perfecta harmonía y al siguiente estamos discutiendo porque alguien-yo-cambió la sal de lugar. Diario…con mi familia ya han sido varios los momentos colorados durante clase. Imagínate esto, una videollamada formal con 20 compañeros y el profesor de cálculo quien, apasionadamente, nos explica la importancia de los límites en funciones continuas cuando a lo lejos se escucha fuerte y claro el jubiloso grito de mi hermanito “tresañero”, “Mamita, hici un popis graaande”. Ya te imaginarás cómo resultó aquello… La verdad es que, sin importar cuan peludo el oso, los querré siempre.
¡Ey, Diario! Te confieso que mi salud mental ha mejorado. Me emociona compartirte que me propuse asumir este periodo de distanciamiento social como un reto personal para aprender del arte del autocontrol y de cómo administrar mejor el tiempo. Las estadísticas están a mi favor, cuatro de cada cinco mañanas me despierto con vigorizante optimismo, me baño, desayuno huevito duro y desaparezco las arrugas de la cama antes de las 7:20am. Como resultado, se ha acomodado mi inestable ciclo circadiano y le estoy diciendo no al café azabache que acostumbraba tomar cada mañana.
Estos tiempos difíciles me han abierto los ojos. Siento que, el tremendo sacudón que nos propició el virus nos recordó cuan débiles somos y lo subestimados que han sido nuestros médicos y voluntarios del área de salud. Los testimonios de unos cuantos temerarios me han hecho apreciar su grandísima labor.
Lo admito, tanto tiempo libre ha hecho que vuelvan los arranques por trabajar y ganar un poquitito de dinero para apoyar a mi familia…
A veces, cuando me lavo manos me quedo “mirando a la nada pensando en todo” por veinte atemporales segundos en los que, de repente, me siento insignificante, en el buen sentido. Recuerdo la importancia de la sencillez y pongo los pies en la tierra nuevamente. Recuerdo que la vida dura solo un ratico y que debemos aprovecharla. Me entra un soplo escalofriante de nostalgia y temor de perder a mis abuelitos. Me hago consciente del inaudible pero alarmante silbido de la olla a presión que son mis emociones e inmediatamente salgo del trance con un respiro profundo. Me miro en el espejo del baño y con tono firme repito “ánimo, tú eres capaz” hasta convencerme de ello.
He hecho videollamada con las personas que más quiero y entre audios entrecortados e imágenes congeladas hemos logrado estar ahí, los unos para los otros. Con todo lo sucedido, verles la cara y saber que están bien es suficiente para hacerme feliz.
Diario, tengo muchos planes para estos 19 días que se avecinan, no planeo dejarme ganar por la desesperación y la pereza.
Si bien, el COVID-19 es como el chisme que anda en boca de todos post-remate ICFES, no es algo a lo que le tema personalmente. En las mañanas llamamos a mi hermana y nos desatrasamos de cómo está la situación para los ginebrinos. En el almuerzo retomamos el tema con naturalidad. En la noche…procuro activar el modo objetivo en mi mente para que las noticias no se me suban a la cabeza y compartimos cómo estuvo nuestro día.
Solo resta mencionarte que le veo futuro a Colombia…espero que el sistema de salud pueda sobrellevar las adversidades y que los colombianos se cuiden, como debe ser.
Camila Carvajal (Armenia)
3. Ya ha pasado más de una semana
…desde que tuvimos que confinarnos en cuarentena por culpa de un microorganismo soberbio con ínfulas de asesino y que ha puesto a temblar a millones de seres humanos. No por el miedo al contagio, si por el miedo a encontrarse cara a cara, sin excusas, con uno mismo y creo que ese es mi mayor temor.
Al inicio estaba preocupada porque no alcancé a comprar una novela lo suficientemente encantadora para que me acompañara durante estos días, hoy lo agradezco, porque si bien al principio pensé que moriría de aburrimiento hoy puedo decir que moriré de cansancio y que aunque ahora no estén conmigo, no dejaré de agradecer cada día la presencia del servicio doméstico y de la niñera en mi vida.
Aunque me levanté temprano, ya me ha cogido la noche, ya no tengo tiempo de meditar, de bañarme, de planear mi día. Tengo que hacer desayunos antes de que mi esposo tenga que irse como un héroe para el hospital y mis hijos tengan que sentarse cada uno frente a un computador a hacer el millón de trabajos que por las plataformas digitales les mandan sus profesores sin parar; pero cómo apenas tienen 5 y 7 años, soy yo la que maneja el computador, explica las tareas de matemáticas, inglés, sociales, etcétera, la que mantiene al día los suministros de papel, colores, crayolas, plastilinas y la que imprime y luego “sube” los trabajos terminados nuevamente a la plataforma digital de cada institución educativa, porque, obvio son diferentes.
Entre este trajín, hay que continuar con los buenos hábitos de comer fruta, tomar agua, salir aunque sea a subir y bajar escaleras y, antes de que me aplaste el mediodía, hay que hacer almuerzo, que es toda una proeza para mí que soy una amateur culinaria. Por fortuna, debo decirlo, me ha acompañado la suerte de principiante.
Alrededor de las cuatro ya vamos acabando la jornada académica, pero yo aún no he tenido tiempo de bañarme y la cocina parece un campo de batalla o lo que es peor, un hospital de Italia o España.
Cuando finalmente logro recoger residuos de comida, de plastilina y de toda suerte de materiales orgánicos e inorgánicos desconocidos para mí, ya es hora de cocinar y ensuciar la cocina por tercera o cuarta vez en el día.
Finalmente, mis angelitos se acuestan a dormir, más que por cansancio o convicción, porque saben que su integridad física corre peligro en manos de su desquiciada madre, que a las ocho de la noche lo único que quiere es olvidarse de la cocina, las tareas, el oficio y echarse algo de crema en sus maltrechas manos de sirvienta primípara a quien por estos días los más de once años de carrera universitaria no le sirven de nada.
PD: Estoy sin bañar 🤭
Adriana Márquez (Medellín)
4. He estado en casa desde el 19 de marzo a las 5: 23pm más o menos…
Desde entonces me he repetido este acontecimiento que les contaré a continuación.
Ese día, mientras desayunaba, me puse a revisar algunas notificaciones y mensajes en mis redes sociales, encontré uno que me causó curiosidad y confusión, decía «Leia, Te invito a celebrar mi último adiós».
Revise el mensaje y era de ella, Luz Lugo, una vieja conocida del bachillerato, bueno, más que una vieja conocida.
« No entiendo el 80% del mensaje, escríbeme al 300xxxxxx9, un abrazo.» respondí la notificación con ese mensaje.
Pasaron unos 10 minutos y mi teléfono estaba sonando, era un número desconocido, era ella, era Luz.
—¡Hola Leí! Ha pasado tanto tiempo…¿Cómo estás? ¿Aún te puedo decir Leí?
— Hola Lui. Sí…mucho tiempo. bien. Sí, ¿te puedo decir Lui? —respondí en orden.
— ¡Sí! Sí puedes decirme Lui.
— ¿Qué significa esa notificación?, ¿hace parte de alguna estrategia comercial de marketing sentimental barato?, ¿quieres venderme algo, es eso?
— Me encantaría decirte que sí, más bien estoy feliz de poder decirte que no.
— Sigo sin entender, ¿Puedes explicarme?
—Seré breve, tengo cáncer de pulmón, hice mi tratamiento, y resulta que las nuevas pruebas dieron como resultado metástasis muy severa, las células malignas se arrancaron en mis riñones, garganta, páncreas e hígado. Tengo los días contados.
Sentí un calor intenso en la planta de mis pies que se subió a mi nuca, el cual conservo desde hace nueve días. Hubo un silencio. Recordé su risa estruendosa en los recreos, su mano alzada indicándole al profesor de álgebra que ella quería pasar al tablero, su afán por ir a la biblioteca, la forma cómo aplaudía cada una de mis locuras, cómo aprendimos a besar con Bombombum escondidas en el baño, las dos trenzas perfectamente tejidas con las que solía peinarse y su siempre recién planchado uniforme.
—¿Como así?, ¿Por qué no me habías dicho esto antes? —sin pensar la bombardeé a preguntas, sin caer en cuenta que fui yo quien se alejó de todos.
— Leí, si quieres podemos vernos hoy, te puedo pasar mi dirección, puedo recibir visitas a partir de las 3 p.m. hasta las 5 p.m.
— Claro que sí, debo salir a comprar materiales porque estoy segura que se acerca una cuarentena por lo del virus, así que te veo más tarde. Y, Lui, ánimos, las cosas se pueden poner peor.
Ella rió y dijo:
—¡Como en los viejos tiempos! ¡Te acordaste! Pero lamento decepcionarte, esta vez no podrán ser peor.
Me quedé unos treinta minutos tratando de digerir esa conversación. No pude. Sentí miedo, terror. Mi mirada estaba perdida justo en la vista de la ventana de la cocina, todavía el celular en mi mano izquierda y la taza de café fría en la derecha.
—¿Puedo acompañarte al centro comercial? —era mi padre, muy acicalado y de buen humor, resplandeciente—. Podría ser tu asistente, ayudarte a cargar los materiales, incluso podríamos almorzar allá, hasta de pronto me animo y compro un par de camisas, ¿me ayudarias a escogerlas? Como en los viejos tiempos.
Me tomé el café que ya estaba bastante frío y amargo pensando porque mi vida era una especie de máquina del tiempo donde me tocaba lidiar con extremos simultáneamente, es como si en un momento viviera completamente en el pasado y al minuto siguiente en el presente, y así… quise pintarme un botón en la muñeca que dijera Modo Automático_ y activarlo.
— Sí papá. No. Mejor no, porque antes debo hacer algo. O sí, sí, sí, dale, nos vamos en una hora, dile a Asusena que no haga almuerzo, comeremos allá.
Para no alargar la historia, fuimos al centro comercial, compramos brevemente mis materiales, ayudé a mi papá a escoger dos atuendos (uno bermuda azul oscuro, un pantalón gris, una camisa blanca con rosado y un suéter negro), almorzamos, tomamos un café y él, que siempre andaba deprimido, estaba sorprendentemente animado. No lo podía creer. Mientras tomábamos el café le conté lo que había pasado con Lui, le pedí que me acompañara pero se negó, así que lo llevé a casa y regresé a mi cita.
Amigos, cuando estaba en el cruce de la av San Martín para coger la vía de la playa a la altura de McDonald’s, me sonó el teléfono, era el número de Lui. Pero la voz era de su madre:
—Leia ya no vengas —la señora Alba lloraba desconsoladamente—. Lui falleció, mi hija se murió… Ella estaba ansiosa de verte, te quería mucho.
Me orillé, me bajé del carro y caminé hasta la playa que estaba más o menos vacía. Me senté a ver las olas y sentí la presencia de Lui ahí conmigo. No debí haberme alejado de ella por el miedo que me causó su confesión de amor.
Kimberly López (Cartagena)
5. el encierro
Día uno. El día que pensé encontrar el trabajo perfecto se convirtió en mi calvario, en una cadena que no podía arrancar, en un placer desgarrador, porque el sufrimiento se sentía adentro, la frustración de varios años se resumieron en mi pensamiento en un día, la rutina y el hábito, la misma canción, los mismos gritos, la misma presión y por sobretodo el encierro.
Día dos. El encierro en un lugar que no lo sentía mío, el cuarto del otro, el paisaje nublado, las calles que suben y bajan, donde se camina diferente y ante cualquier cosa se prefiere el encierro, ante lo desconocido, ante el anonimato y la soledad por decisión adquirida, como si un muro cercara el corazón, con esa falta de afecto, de empatía, de ternura y la falta del clima cálido del hogar.
Día tres. El encierro más hermoso del mundo, el que obligó ese dichoso virus, que por evitar su contagio nos abrió la oportunidad de hacer un mundo puertas adentro, de estar tan cercanos. Voy encontrando mis tesoros, pero lamentando que otros no los vean, no los encuentren o no los tengan, ese refugio donde somos, donde soy, donde siempre cambio de lado las cosas, donde a veces me salen gritos al imaginar más espacio, donde me tropiezo con la misma piedra, hasta recogerla, donde encuentro todo y nada, pero me siento protegida, acurrucada y amada, en casa.
María Cristina González (Quito, Ecuador)
6. El encierro llegó antes que la noticia
La necesidad de cuidar, de cuidarnos, nos detuvo antes de que parar fuera ley. Somos David, yo y nuestro hijo; y nos acompañan Maricela, que tiene a su familia en Magangué y no tiene otra casa sino la nuestra que es suya, Brenda y su hija Isabella que acaban de ser abandonadas por el papá de la niña y a quienes queríamos ofrecer un lugar más amable para vivir. Confirmamos así que no somos una familia de tres, somos seis.
En la primera cena de este confinamiento nos sentamos todos en la mesa del comedor, nos convertimos en una sola familia para renovarnos, para construir y salir habiendo ganado algo, ya que como humanidad era suficiente lo que estábamos perdiendo. Así, con un pacto silencioso empezamos a construir y fortalecer lazos entre todos.
Joaquín e Isabella, son el vínculo de la ternura. Joaquín tiene dos años y siete meses, Isabella cinco años. Se habían visto en fotos. Para Isabella, Joaquín era el niño al que cuida su mamá. Para Joaquín, Isabella es la hija de Brenda, su nueva amiga que viene en las tardes a acompañarlo mientras mamá trabaja en la habitación del lado.
Llegó la cuarentena y Joaquín e Isabella se convirtieron en mejores amigos. Se sientan a comer juntos, hacen tareas juntos y ya conocen sus gustos. Cuando juegan juntos no hace falta nadie más y no es sorpresa encontrarlos abrazados diciéndose “te amo”. Han rescatado del cajón de los recuerdos juegos como “El Gato y el Ratón, “El Lobo Está” y “La Rueda Rueda”. Hemos vuelto a construir túneles y fortalezas en el patio de la casa y nuestras tardes de música y cuentos se celebran ahora con más emoción. La energía de la niñez se ha multiplicado y ellos han tejido un vínculo tan fuerte como su alegría.
Maricela y David son el vínculo de la alegría. Maricela trabajó con nosotros hace un año pero tuvo que volver a su pueblo por un problema personal. Hace menos de un mes regresó. Regresó su sonrisa, su bailar al caminar y su sazón en la cocina. David es abogado, de esos de traje y corbata, escritorio y agendas a reventar. La cocina es su pasión, aunque el “corre corre” de todos los días le deja poco tiempo para disfrutarla.
Ha sido la cocina la cómplice de la amistad de David y Maricela. Entre arepas de huevo, arroces y fríjoles, con aromas a cilantro y romero, con toques de pimienta y azafrán; es usual oírlos reír, inventar recetas y hasta planear el montaje de un restaurante juntos. Su vínculo, el del sabor, el de los aromas, el del lugar común para sentirse plenos, para cuidar de los demás. El vínculo de la ausencia de preocupaciones, el de la alegría.
Brenda y yo somos el vínculo de la sororidad. Brenda tiene veintiún años, yo 35. Ella tiene una hija de cinco, yo uno de dos años y siete meses. Hasta hace dos semanas ella vivía con Isabella y su papá, hasta que él decidió empacar maletas y dejarlas. Hace dos semanas era yo la que, presa del tedio y la frustración, estaba a punto de empacar maletas y renunciar a la idea de familia como la había soñado. Una tarde, entre lágrimas, Brenda me contó el motivo de su tristeza. La tarde siguiente me vio llorar desesperada por no verle salida esta crisis matrimonial.
Llegó el encierro y encontramos el lugar perfecto para, entre las dos, hacernos la vida más bonita. A Brenda le abrí las puertas de mi casa para que ella e Isabella la sintieran propia, para que fuera su refugio y su lugar seguro en un momento de pérdidas y rupturas. Brenda, con toda la prudencia y el amor, ha sido artífice de muchos momentos para mí y de otros tantos para salir de la crisis que nos unió. Somos compañeras de juegos con nuestros hijos, de caminatas por la montaña, de ejercicios y meditaciones. Somos cómplices en este oficio de ser mujeres, de ser mamás.
Brenda e Isabella son el vínculo materno. Brenda arregla a Isabella para ir al Colegio y no la vuelve a ver hasta la noche que regresa a su casa. Estos días en casa han sido la felicidad de estar juntas todo el día, de compartir juegos, tareas, siestas y comidas. La felicidad de estar unidas y de confirmar que no hay separación ni ausencia que pueda mermar su fortaleza o debilitar su vínculo eterno.
David y yo somos el vínculo del amor. Fueron meses difíciles, meses de absoluta desconexión, de sentir que quien antes fuera nuestro compañero de equipo encabezaba ahora la lista de “los que me caen mal”. Tocamos fondo el jueves antes del encierro. Lloramos, gritamos, hablamos y nos elegimos de nuevo. Pusimos todas las cartas sobre la mesa, hicimos relación de problemas y soluciones y una muy juiciosa lista de acuerdos para recordar por qué nos elegimos, por qué nos amamos.
Tres días después estábamos encerrados, con nuestro hijo y tres personas más. Nos encontramos encerrados por una crisis planetaria, por un dolor global tan profundo que hacía ver minúsculos los conflictos personales. Sin revisar las listas construidas y los acuerdos pactados, empezamos a vibrar en la misma frecuencia. Una que desde nosotros irradia amor y sanación para el planeta.
Nos volvimos a encontrar mirándonos, buscándonos, amándonos. Disfrutando juntos de nuestra casa, de nuestro hijo, de nosotros. Sintiéndonos felices sabiendo que la felicidad y el amor se esculpen, se construyen, se declaran y se disfrutan en el camino.
Nosotros, los nuestros y nuevas formas de amarnos.
Creía saber cuánto extrañaba abrazar a los que amo, pero no. Este confinamiento ha aumentado la necesidad de verlos, de oírlos, de saberlos seguros. En estos tiempos desconocidos los vínculos más naturales han buscado conectarse a través de canales que parecían exclusivos del afán frenético del trabajo. Ventanas en una pantalla que se convierten en ventanas al corazón para recibir un abrazo de papá y mamá, para reír con los hermanos. Ventanas para reunir al abuelo con los nietos, a los amigos del colegio, a los estudiantes de la abuela que para no aburrirse encerrada nos da clases de francés, a los que moríamos por oír la historia de la amiga que logró regresar del otro lado del mundo a pesar de la pandemia, a los desconocidos que decidieron encontrarse, conocerse y quererse a través de sus palabras.
El regalo de la pandemia, la reconstrucción. Los vínculos de los que estamos adentro, los vínculos con quienes están afuera. El vínculo con nuestra casa, con el lugar que habitamos, con nuestro espíritu. El conjunto de vínculos que nos enlazan como partículas de un mismo sistema, como órganos de un mismo ser vivo que es la tierra. Vínculos de amor y de conciencia para sanarnos, para sanar.
Catalina Solórzano (Bogotá)
7. Me niego a pensar que este es el fin del mundo.
No, eso es un error.
NO TENGO TIEMPO de pensar que este es el fin del mundo. Porque después de jornadas laborales de 15 horas, lo último que me provoca es pensar que acá es donde se acaba la historia. Que acá es donde mueren los besos que no di, los mensajes que no envié y las ideas que no convertí en libros.
No me doy tiempo de pensar en ello porque, en medio de esta pausa mundial, también me enamoré. Fue un amor inesperado, porque siempre estuvo ahí. Solo que nunca me detuve a mirarlo, a sentirlo.
Me enamoré de los detalles.
Del sabor de la mantequilla sobre las galletas. De la sensación de comerme un tiramisú que se siente como tocar las nubes. De no tener que moverme en carro y sentir que le estoy regalando ese tiempo a la vida. De la felicidad de encontrar comida de diciembre en el congelador.
De cosas tan sencillas, tan simples, tan bonitas, que ya ni siquiera me detenía a mirar.
Porque todo lo hacía en automático.
Repito.
NO TENGO TIEMPO de pensar que este es el fin del mundo.
Porque, en realidad, creo que necesito más tiempo para amar todo eso que recién descubrí de aquello que llaman vida.
María José Arango (Medellín)
8. Abrí los ojos hace unos días, como todos.
Me estiré laaarga y tendida de un costado en la cama. Aún las cobijas calientes y el ritmo perezoso, pero algo diferente en el ambiente.
Mi familia tiene ritmos muy regulares: nos levantamos temprano cinco soles y tarde otros dos:
En los días tempranos todo es aceleración por unas horas, hasta que, cuando el sol se pone delicioso para echarse, mi mamá y mi papá nos dan besos, se dan besos y puf… silencio un rato, hasta que mi hermana quiere perseguirme para morderme y yo corro a mi cueva oscura, para después salir y abrazarla por detrás para agarrarle la oreja. Corremos hasta cansarnos y después nos concentramos en los juegos aéreos, porque hay una tonta pluma que no se deja agarrar jamás. Un rato más tarde nos lamemos para estar bien limpias y dormimos hasta que empieza el frío y los papás vuelven, nos sirven atún para chuparse los dedos, charlan, ríen y nos acarician hasta que volvemos a la cama.
En los días tardíos, los papás nos acarician en la cama, en la sala, jugamos todos con la pluma que no se deja coger o con un bicho rojo que aparece y desaparece en las paredes hasta que quedamos exhaustos. Ellos salen un rato y nosotras nos entretenemos con el muerde-abraza otro rato. Mami viene a limpiar el baño y nos canta cosas incoherentes; papi se hace pasar por un gusano en la cobija del sofá y me deja arrunchar en su regazo. Así es siempre.
Pero desde aquel día que les cuento se han portado raros: mami se muerde las uñas viendo la caja de las luces, o la que tiene teclas, y papi se pone unas cosas muy graciosas en la cabeza para hablar solo, con el ceño fruncido. Así por unas horas. Juegan con nosotros todos los días y no salen, ya no hay tanto silencio. Aún podemos hacer muerde-abraza, pero hay horas enteras en las que no los podemos invitar a jugar. Es claro que ellos quieren salir, pero no pueden por alguna razón. Tal vez alguien los quiera morder afuera, como cuando mi hermana me persigue.
Noto que se bañan y bañan con agua las manos, así que les ayudo cuando por fin nos acomodamos a ver la caja de las luces; les lamo bien los dedos para que estén tan limpios como yo y les doy besos para que no estén tan tensos. Ellos también se besan y nos abrazan mucho. Menos mal estamos juntos para evitar que nos muerdan los de afuera.
Johana Garzón Zamora (Bogotá)
9. Hoy salí a las 8 de la mañana del trabajo, anoche fue difícil.
Empiezo a ver caer a mis compañeros: crisis de ansiedad, renuncias, infectados. En la mañana de ayer recibí la primera llamada:
—¿Aló?
—¿Aló, sí? Hablo con Sebastian Andrade? Es para informarle que el fulanito tal, que usted vió el miércoles, resultó positivo. Queríamos saber si tiene síntomas.
(Tragué saliva) Ninguno.
Colgué y respire profundo, pero claro que tengo síntomas. El miedo, la angustia, las dudas de poder seguir cargando con esta situación. En la noche llegué a mi turno y ese mismo fulanito estaba siendo intubado. Joven, sano y sin antecedentes de riesgo.
Luego llega el día, cansado me dirijo a casa y encuentro las calles llenas de gente de nuevo. Es como si se hubiesen olvidado de lo que les hemos dicho a diario. Esto no es un juego, pero si la manera de entenderlo es perdiendo espero que no mueran tantos como allá de donde vino esta peste. Yo estaré ahí en primera línea pero espero que el resto se ponga los pantalones y cumpla con su parte.
Sebastián Andrade (Bogotá)
10. Voy a la cocina, luego al comedor
…miro la revista y el televisor, me muevo por aquí, me muevo por allá. Abro la nevera, luego la alacena, me asomo a la ventana, abro las cortinas. Me siento en la sala, luego en la alcoba, abro el instagram y luego el WhatsApp; lo abro, lo cierro, me aburre, me cansa.
Busco un tutorial, saco las mancuernas, hago ejercicio, sudo, me baño. Luego me acuesto, me arrepiento, me pongo a trabajar, y luego a bailar, doy vueltas, canto, grito, luego me pongo existencial y empiezo a llorar, me estreso, me irrito, luego me calmo y empiezo a meditar.
Saco la basura, me pongo a barrer a trapear, a sacudir, estornudo, me lavo las manos, estornudo otra vez, me echo antibacterial. Juego cartas, dominó, stop y hasta Candy Crush, me siento, me paro, me estiro. Miro el reloj y el calendario cuento las palabras y todavía no me da.
Escribo, leo, corrijo, borro, reescribo y lo vuelvo a borrar. Busco otra canción, la pego, la enlazo y luego no me da. Miro estados, comento, me río, reniego, contesto. Pongo rock, salsa, reggaetón, champeta y hasta vallenatos, todas me salen, pero ando bloqueada.
Busco palabras, no quiero nada existencial .
Contesto una llamada que no esperaba.
Vuelvo a lo mío, lo escribo, lo cierro sin guardar y me pongo a llorar.
Paula Andrea López (Medellín)